La iglesia y el
cabaret
1ª parte: La tradición
Cuando llegábamos a Quecedo, a primeros de julio, una de las visitas obligadas
era la que hacíamos al señor cura. Don Agapito nos obsequiaba a los niños con los
restos de pan de ángel que quedaban después de recortar las hostias, y su
hermana Irene, una mujer piadosa que hacía de sacristana y ama de cura, nos
invitaba a comer aquellas fresas tan deliciosas que ella misma cultivaba en el
jardín de la casa parroquial, un vergel lleno de flores. Cuando yo me quedaba
extasiada mirándolas, don Agapito se acercaba y me decía: “Ya sabes que a la
Virgen le gustan más las flores del campo. ¿Este año le llevarás también un
ramo?” Y yo, ni corta ni perezosa, el primer domingo iba a coger flores
silvestres y me presentaba en la iglesia con un ramo enorme que el buen hombre
tenía que repartir en varios floreros. Eso siempre lo hacía él, aunque luego
Irene me ayudaba a colocarlos por toda la iglesia. Don Agapito era un hombre
tranquilo y afable, muy querido en el pueblo, y, según mi padre, que mantenía
con él largas conversaciones, una persona muy culta.
Los domingos todo el pueblo iba a misa, salvo
dos vecinos que nunca entraban en la iglesia, porque, según se decía, eran “rojos”.
Cuando los niños preguntábamos por qué les llamaban así, los mayores nos
contestaban: “Porque no van a misa”. Y cuando preguntábamos: “¿Y por qué no van
a misa?”, nos contestaban “Porque son rojos”. Y nunca llegábamos a entenderlo,
pero nos conformábamos pensando que eran “cosas de mayores”. Las “cosas de
mayores” nunca se entendían. Años más tarde, al llegar a la adolescencia, yo
misma dejé de ir a misa, pero solo en Bilbao, por que
en el pueblo no se podía “dar la nota”.
Lo más curioso del ritual litúrgico en Quecedo era que, aunque llegábamos todos juntos a la puerta
de la iglesia, allí teníamos que separarnos, porque los hombres se ponían en la
parte de atrás, y las mujeres en la de delante. Esto era otra cosa que yo
tampoco entendía, pero estar delante me parecía un privilegio, ya que así podía
ver de cerca todas las figuras del retablo, que era precioso. En ninguna
iglesia de Bilbao había uno tan bonito. Otra peculiaridad era que, cuando
terminaba la misa, unas señoras enlutadas que ocupaban los reclinatorios de la
primera fila se quedaban allí, mientras el resto íbamos saliendo, y el cura
rezaba un responso delante de cada una de ellas, a lo cual las señoras
correspondían echando monedas en la bandeja del monaguillo. También recuerdo
que las mujeres y las niñas nos arrodillábamos sobre unos cojines que
llevábamos de casa y que solían estar hechos a ganchillo o con telas que se
bordaban. Eran bonitos y muy cómodos.
2ª parte: Con la iglesia hemos topado,
y un cabaret hemos montado.
Las cosas de la iglesia
se repetían invariables verano tras verano, pero un año, a finales de los 60,
cuando yo era ya una mocita, se produjo un cambio inesperado. Al llegar al
pueblo nos enteramos, con gran pena, de que don Agapito se había jubilado y le
sustituía un cura muy joven, recién salido del seminario. La abuela nos explicó
a las mujeres de la familia que, para entrar en la iglesia, además de cubrirnos
la cabeza con un velo y los brazos con un chaleco de manga larga, como era
habitual en aquellos tiempos, tendríamos que ponernos medias, porque así lo
exigía el nuevo párroco. ¡¿Medias!? Nos quedamos pasmadas. ¡Con el calor que
hacía en Quecedo en el mes de julio! Pero, obedientes
y sumisas, nos fuimos a Villarcayo a comprar medias y
ligueros, unas prendas que nunca se incluían en el equipaje cuando íbamos de
veraneo.
Llegó el domingo, el primer domingo de julio, y
a pesar del calor tan horrible que hacía, las sufridas féminas nos enfundamos
las medias y nos fuimos a la iglesia. El curita, jovencísimo, se encaramó al
púlpito como un Torquemada y, en un tono furibundo, empezó a advertir a los
nativos de que los veraneantes, con nuestras costumbres licenciosas, podíamos
arruinar sus nobles y ancestrales virtudes. Además de ser todos nosotros unos
zánganos, las mujeres éramos especialmente perversas porque nos bañábamos en el
río “medio desnudas”. ¿Acaso creía aquel dedo de la ira divina que los hombres
se bañaban con los pantalones puestos? Y hay que aclarar que los bañadores
femeninos de la época subían por delante hasta quedarse a pocos centímetros del
cuello y, por detrás, cubrían la espalda casi hasta los omóplatos.
Salí de la iglesia entre mi abuela, que lanzaba
de manera intermitente hondos suspiros de resignación, y mi madre, que desde el
sermón tenía el morro contraído. Como de costumbre, nos unimos a los grupos que
se formaban al salir de misa para saludar, charlar y comentar las últimas
novedades. Yo empezaba a notar que el sol del mediodía calentaba el nylon de
mis medias y me abrasaba las pantorrillas. De repente, mi madre me agarró de la
mano y me dijo al oído: “Ven, hija. Vamos a quitarnos las medias.” Y nos fuimos
a la parte de atrás de la iglesia, donde, entre rocas y matorrales, nosotras y
algunas más que siguieron nuestro ejemplo, pudimos librarnos de aquella
tortura. Dos o tres mozos, y otros tantos no tan jóvenes, asomaron por la
esquina del edificio, y nos percatamos de sus risitas contenidas y de que
hacían comentarios en voz baja, dándose codazos los unos a los otros, pero las
mujeres estábamos a lo nuestro y no les hicimos caso alguno.
El domingo siguiente repetimos la maniobra,
pero resultó que, en vez de la media docena de mujeres del domingo anterior,
fuimos esta vez por lo menos una veintena de mozas, y no tan mozas, las que nos
escapamos a toda prisa, nada más acabar la misa, para librarnos lo antes
posible del nylon. Curiosamente el número de los hombres que fueron a espiarnos
aumentó en la misma proporción. Dado que había espectadores, algunas intentaban
quitarse las medias discretamente, agachándose o poniéndose en cuclillas, pero
eso era muy difícil con las faldas rectas o levemente acampanadas que entonces
estaban de moda, y fuimos mayoría las que optamos por subirnos la falda para
poder soltar los ganchos del liguero, o enrollar la liga desde arriba (según el
sistema de cada una), tras lo cual algunas apoyábamos el pie sobre una piedra
para bajar la media con comodidad. Los mozos, y no tan mozos, lanzaban
silbidos, aullidos y gritaban cosas que parecían poco finas, aunque yo, a mis
quince años, no conocía todas las palabras que utilizaban. Algunas mujeres
respondían sin cortarse un pelo, y nuestros admiradores se enardecían cada vez
más, entablándose entre unos y otras unos diálogos cuando menos pintorescos.
Creo que al principio sentí un poco de apuro, pero, al ver que mi madre estaba
aguantándose la risa, aquello empezó a resultarme francamente divertido.
Después nos reunimos con el resto de la familia
para ir, como siempre, al aperitivo, que unas veces se tomaba en la taberna de
Anselmo y otras en la de Delfina. También como siempre, las mujeres nos
retiramos antes que los hombres, para terminar de preparar la comida y poner la
mesa. Cuando llegaron a casa, mi abuelo, mi padre y mi tío venían muy callados
y con cara de “Mejor no hablamos”. Se podía adivinar que en la taberna sí se
había hablado, y era fácil imaginar sobre qué. En algún momento, durante la
semana siguiente, circuló por el pueblo a modo de rumor un mensaje del curita:
aunque se mantenía lo del velo y las mangas largas, las mujeres quedábamos
eximidas de la obligación de llevar medias en la iglesia. El cambio se debía a
las temperaturas extremadamente altas que se estaban registrando durante
aquellos días en el pueblo, y a que se preveía un verano tórrido. Las mujeres
recibimos la noticia con gran alegría; algunos hombres tal vez no, porque,
salvo que fueran a la capital a ver los espectáculos de “varietés”, no
volverían a contemplar en vivo y en directo tantos muslos juntos. Quiero
destacar, ante todo, que mi madre fue la promotora del primer cabaret de Valdivielso, y también que aquel joven sacerdote no supo
entender lo que una cosa así podía significar para la promoción turística del
pueblo. Ahora que me acuerdo, la sacristía tenía una ventanita que daba a la
parte de atrás de la iglesia. Después de todo, tal vez el muchacho aprendió
algo, aunque fuera solo un poco de vocabulario.
Mertxe García Garmilla